Mientras el mundo miraba asombrado los acontecimientos de Septiembre 11 en la ciudad de Nueva York, con mí peinado hortera y algo intrigado entré en la facultad de Políticas y Sociología. En principio en mi ingenua percepción de la realidad pensé que estaba en el lugar adecuado en un momento histórico sin precedentes, creía estar en un buen sitio en contra de lo que todos me decían. Por tanto, expectante ante que podía ofrecer un centro de este tipo me sentí ciertamente privilegiado. Pronto descubrí que la facultad de Sociología, es decir la ciencia que estudia la sociedad, el comportamiento de los individuos entendidos como actores sociales que interactúan y de las organizaciones, comunidades… daba sorprendentemente la espalda a un hecho social de una envergadura tan brutal que significaba un cambio de ciclo, en seguridad, en la instauración de la ideología del miedo, un cambio global en definitiva. Pero no era buen sitio, la cintura de los altivos profesores brillaba por su ausencia, y las clases se convirtieron en un apolillado y vergonzoso ejercicio de mirada de ombligo, sin capacidad para analizar y conocer una disciplina a través de un hecho fundamental en la recién inaugurada historia del siglo XX.
No digo que las clases se hubieran convertido en debates abiertos y dinámicas charlas -sería pedir demasiado- pero tampoco que dar la espalda al mundo y enrocarse en los padres fundadores de la disciplina y los temas de su tiempo fuese lo ideal, al menos en esos instantes de shock. Ellos los pioneros, reaccionaron y trataron de explicar un mundo que cambiaba de manera radical -el de su época- eso, eso es lo que debían habernos enseñado en el templo en el que solo se supone, la sociedad es analizada.